Estela corta limones en la cocina del bar. Los agarra por la mitad, y les hace una cruz, primero en 4, después en 8. Le gusta eso de sentirse suavecita después de cortar. Piensa que es uno de los pocos dones que tiene: el compromiso con las cosas pequeñas de la vida, con todo lo que pasa desapercibido para el común de la gente. Mira el plato, busca donde acomodar el limón, al lado de la milanesa, del lado izquierdo, con la cáscara amarilla para abajo. Sonríe, agarrando la rejilla, y repasa por cuarta vez la mesa de plástico con el logo de una cerveza.
Ella tiene el cuerpo conciso, uniforme, decidido, como de arquero de fútbol. Es petisa, y consistente. Con ese aura de poderlo TODO, como un bloque humano lleno de fuerza, con el limite visible de la energía de la represión. Piensa cortito, siempre en un ¿cómo hacer?, en estrategias de lucha laborales para entrar a la cocina y mirarlo, aunque sea un rato.
-Si lo miro no pasa nada. Mi madre se levantaría de la tierra solamente para señalar el horror. ¿A quién le importa?, ella está muerta, y démosle gracias al señor por eso. Gracias señor, gracias señor.
En la cocina los cuerpos se chocan como autos en una pista de juegos. Las pieles mojadas, los roces, el run run del apareamiento, cosas que la reconfortan. Siempre quiso tocarlo, siente que podría darle muchas cosas. Quizás si pudiesen dormir juntos algún día, ella se levantaría primero para hacerle café. Le diría que todo le ha gustado mucho, que es muy lindo, que había esperado por ese momento, pero no mucho más. Había que ser precavida con los gestos, no vaya a ser que una la tomen por atrevida. Se corre el mechón que cae como un resorte en su cara y camina otra vez a la cocina. Cada vez que le ve la gorra amarilla de lejos, algo le tiembla, no sabe bien qué, es adentro, ¿el pecho? Se siente vieja para el nene.
Cuando entra siempre es lo mismo. Él se le acerca sonriendo, sin culpa, con toda esa gracia de pibe virgen, de hombre sin talento para el sufrimiento. Como un nene que juega, con ritmo, directo, sin intención. Ella también quiere jugar con él. Y siente un poco de culpa por todo ese pensamiento siniestro del sexo. Quiere que el nene se le acerque para darle algo. Quiere movimientos jóvenes dentro suyo. Algo con ritmo vital adentro. Piensa otra vez en su madre, y en todo lo casto, lo frío de su carácter. Era una vieja curtida, enfriada a baldazos por el deber de ser madre. Eso. La vieja solamente había criado. Y lo había hecho como le habían dicho que lo haga, a los tortazos.
Para rozarlo venía bien cualquier cosa, ella iba a la mesa donde él estaba sirviendo y le hacía alguna pregunta obvia, pero de respuesta larga. Mientras él pensaba, ella se dejaba cerca, ponía su brazo pegado al suyo. No entendía lo que él respondía, pero no importaba. Ya estaban ahí, ella solamente quería contacto. Pegársele por un instante, tener los cuerpos juntos unos segundos para sobrellevar el drama, nada más. No lo quería a él para criarlo. Una mujer grande no puede desear a pequeño. Había un línea muy finita entre lo que se podía hacer. Imaginó a su vieja gritándole ¡incestuosa!, con las manos en los ojos. ¡Incestuosa, incestuosa!
Estela se deja tocar, con miedo de que sus intensiones se puedan leer. Sonríe, y le regala la imagen ampliada de los brackets a los ojos de su nene. Le toca la panza de costado, y un ardor le sacude repentinamente las piernas. Como si alguien hubiese prendido un fósforo en una habitación llena de gas. Tiene el cuerpo encendido. Si fuera por ella se le tiraría encima, y les diría a todos que nos se preocupen, que sus intensiones son buenas, qué la dejen jugar con él: Vamos, vamos, déjenme un rato con el nene. Se siente intensa, con algo encima que la sobrepasa, como una terrorista del amor con la bandera roja del sexo flameando encima suyo.
Cuando terminan, Estela se le acerca, y él la abraza, con algo de cariño y provocación. Ella lo odia por un rato, odia ese juego de histeria prolongado. Le gritaría que no haga jueguitos con una vieja, que no se burle de sus años. Por favor, tesoro, no te burles más de mis años. Se siente vieja, pero con derecho. Piensa que ese es su costado oscuro, quiere morderlo, y después dejarlo. No sabe por qué los demás defienden tanto ese tipo de cosas: LA INFANCIA, LA INFANCIA. El ya está grande, vamos. Una mordida, una mordida.
Recuerda el día en que él se fijó en su pelo. No supo que decirle, sonrió con la boca apretada para que sus aparatos no opacaran la imagen de lo lindo que el niño tenía en ese momento, y se quedó en silencio. Esperando un no se qué de más. Él tomó el servilletero y se fue. Ella se quedó parada unos minutos sonriendo al aire, como suspendida en la superficie del halago recibido. Así era siempre, él era capaz de dejarla en un lugar paralelo, ahí donde solamente estaban los dos, sonriéndose a cara amplia. Pidiendo por más amor, más amor.
Estela se saca la gorra antes de entrar en su casa mientras sube los escalones. Se toca la frente, siempre transpirada. Se mira en el espejo y se dice a sí misma que mañana estará más linda.
-Mañana, mañana, voy a pintarme un poco los ojos. Arriba, con el trazo medio del delineador negro, para que me avive la cara.
Se saca la ropa y no quiere pensar en el tiempo, pero la idea se le viene encima como una sombra. Las paredes están húmedas. Cree que le hubiese gustado tener algunos hijos, quizás 2. Les hubiese dicho que se le arrimen a besarla, les diría muchas verdades, y también les inventaría historias de personas. Pero ya es algo tarde, la casa está vacía y hace mucho calor. Quizás se de un baño, en una de esas el agua la haga sentir un poco mejor, quién sabe.